Cántame un libro, léeme una canción 

Vozquetinta

El periodista cultural Pablo Espinosa agregó esta suerte de distinción honoris causa a los numerosos premios formales recibidos por el escritor, filólogo y cancionista de ópera Carlos Montemayor: “doctorado en el Saber de la Naturaleza Humana”. Y dentro de tal Saber, destacó como privilegio el oído que tuvo Carlos, porque “disfrutó del don de la palabra en griego clásico, latín, francés, italiano, portugués, náhuatl, zapoteco, rarámuri, maya”; porque “el oído interno de un músico es la piedra de toque de su manera de entender el mundo”; porque “cultivó su oído interno como solamente un músico profesional sabe hacerlo”. 

Literatura-música. Literatura musical-música literaria. Escribir musicalizando-hacer música escribiendo. Ecuación que complementa, no divide ni rompe, dos mitades del Arte. Fusión binaria que apapacha nuestros sentidos, en especial el de la audición. Está implícita en toda obra literaria, en toda composición melódica, aunque jamás la racionalicemos. En lo escrito hay coloraturas, tonalidades, ritmos, compases, silencios, fugas, crescendos, allegros, pianissimos. En lo músico hay capitulares, sangrías, puntos, comas, signos de interrogación, de admiración, paréntesis, versalitas, negrillas, cursivas. 

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¿Acaso no equivale a una sinfonía coral en tres movimientos la divina Comedia, de Dante Alighieri? ¿Quién, cuando escucha Cuadros de una exposición, de Modest Musorgski, no imagina estar en una galería “leyendo” las imágenes trazadas por el arquitecto y dibujante Viktor Hartmann? ¿Qué otra cosa si no haikús musicalizados son el par de Gymnopédies de Erik Satie, tanto las originales que escribió para piano como las numerosas adaptaciones que se le han hecho para dos instrumentos (arpa, viola, guitarra, flauta trasversa) o la evocativa versión orquestada por Claude Debussy? ¿No le otorgaron el Premio Nobel de Literatura — metáfora, quizá, de una piedra rodante— al músico Bob Dylan? 

Oír Sensemayá, de Silvestre Revueltas, lo equiparo a releer el obsesivo ritmo de los afrocantos con que Nicolás Guillén me atrapó en su libro Sóngoro cosongo. Si en la Huasteca llega a mis oídos una Xochipitzáhuac, mi piel se enchina igual que si leyera uno de los alegóricos versos de Nezahualcóyotl. Tras la lectura de los siete sonetos de la serie “Idilio salvaje”, de Manuel José Othón, suelo poner en la tornamesa el elepé que incluye mis dos canciones cardenches predilectas: Al pie de un árbol y Yo ya me voy a morir a los desiertos. Si tengo emergencias espirituales, elijo entre fijar mis ojos lectores en algún salmo de la Biblia o parar oreja al inmortal salmo Dios nunca muere, de Macedonio Alcalá. 

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Un saltarello medieval, un concerto grosso barroco, un ballet decimonónico o del siglo XX, lo mismo que un son huasteco, un vinuete, un jarabe o que un alabado campesino, un arrullo materno, un canto indígena ritual, son, todos, audiolibros para mí. Una antología de poemas, una alacena de cuentos, una novela, lo mismo que una biografía, una miscelánea de relatos, una crónica de viajes, las leo siempre como obras concertistas. ¡Aaah, la gramática de la música académica o popular! ¡Aaah, la musicalidad del lenguaje eternizado en un papel! 

Supongo que nada tiene de casual que entre mis coplas favoritas estén las del bolero norteño Libro abierto, de Fidel Valadez: “Dicen de mí / que yo he sido un libro abierto / donde mucha gente ha escrito: / ‘No hagas caso, nada es cierto’. // En blanco está, / nadie supo escribir nada, / no dejaron ni una huella, / nadie me importaba nada. // Me importas tú, / tú sí escribes muy bonito, / para ti soy libro abierto, / escribe en mí, te necesito.” 

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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