Cuando las Musas se ponen rejegas

Vozquetinta

Da mucho de qué hablar la inspiración. ¿Llega de golpe, como maná caído del cielo? Puede suceder, o al menos eso juran y perjuran los fans de las anécdotas. Cuentan, por ejemplo, que a Gabriel García Márquez, a medio trayecto entre México y Acapulco, repentinamente se le prendió el foco de cómo estructurar Cien años de soledad; y tanta fue su aprehensión, que prefirió no seguir aquel viaje de descanso para volver de inmediato a la Capital y concentrarse en lo que sería el largo proceso de redactar la versión definitiva de su novela.

            De Juan Rulfo es el siguiente testimonio en una entrevista que alguien le hizo: «Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules.» Para rematar, el jalisciense aludió entonces a otra experiencia, común en el medio literario y tanto o más opresiva que el veleidoso azar de la inspiración: «Cuando escribí Pedro Páramo sólo pensé en salir de una gran ansiedad. Porque para escribir se sufre en serio.» (Sin duda, Juan; y te pongo como evidencia de tal sufrimiento mi artículo de hoy.)

En el extremo opuesto se hallan quienes toman una prudente distancia con la súbita iluminación y optan por ser fieles al hábito disciplinario. Tal postura la reflejó bien Juan Carlos Onetti en esta confesión pública: «Mario Vargas Llosa me dijo en San Francisco que escribía de tal a tal hora, todos los días. Y entonces yo le hice una comparación: “Lo que tienes tú es un amor conyugal con la literatura y debes cumplir como un buen marido. Yo tengo relaciones de amante: cuando me viene el deseo, escribo”.»

¿Inspiración o asiduidad? ¿Repentismo o gimnasia? ¿Musa o disciplina? No comulgo con semejante dicotomía. Defiendo, en cambio, la tesis de que ambas corren a la par, que una complementa a la otra. Porque sin la constancia de escribir, sin el reto permanente de plasmar en un papel nuestros sentires, saberes y entenderes, no abonamos el campo para que germine y florezca la inspiración. ¡Ah, pero qué evasiva es ésta en ocasiones, cómo nos saca la lengua cuando más deseamos que se haga cómplice de nosotros, cuántas maldiciones nos prodiga en vez de bendecirnos con su varita mágica o su toque milagroso! Dan ganas en momentos así de nombrarla Expiración en vez de Inspiración.

A veces creo que debería haber un remedio naturista para seres urgidos de creatividad, llamado Inspirulina. Que venga en chochitos o en jarabe. Que no requiera dosis excesivas. Que sea de acción inmediata y produzca un efecto de largo alcance. Que evite las toxinas de toda obra hecha al ahisevá o para salir del paso. Que no genere adicción. Y ya en plan de pedir las perlas de la Virgen, que no provoque después crudas intelectuales. ¡De cuántos quebraderos de cabeza y dedos tronados nos libraría ese placebo!

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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