Cuando ser joven era pecado

Vozquetinta

El trillado dístico de Rubén Darío, “Juventud, divino tesoro, / ya te vas para no volver”, no pasa de ser un garbanzo de a libra. Si uno revisa a detalle la literatura universal de antaño, son contadas las obras de cualquier género que se dedicaron o centraron en la juventud. El asunto no angustiaba a los literatos, no les quitaba el sueño, no era su leit motiv. ¿Para qué gastar tinta en reflexionar sobre una mera etapa de transición, imprecisa, fugaz, en la que al niñote o niñota se le quemaban las habas por chambear, casarse, tener hijos; ergo: volverse adultito o adultita? Incluso el término ‘juventud’ resultaba inusual, sobre todo en castellano, o se le sustituía por el anodino y dizque equivalente de ‘adolescencia’ (ejemplo clásico: A Portrait of the Artist as a Young Man [1916], de James Joyce, cuya traducción literal sería ‘Un retrato del artista como hombre joven’, quedó en Retrato del artista adolescente).

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Tal concepción sufrió un cambio drástico tras la Segunda Guerra Mundial, más con el auge del rocanrol durante los años cincuenta, fenómeno advertido por algunos pensadores de entonces. El arranque de la segunda mitad del siglo XX no sólo trajo consigo la guerra fría y la sociedad de consumo, sino el despertar de la conciencia de quienes frisábamos entre, digamos, 14 y 25 años: ¡pertenecíamos a una segunda edad, tan distinta de la infancia como de la adultez adelantada, y además, digna de un derecho existencial por el cual combatir! Para los viernes (léase: vetarros), eso era pecaminoso y merecía el fuego eterno. “Vengan, padres y madres, y no critiquen lo que no pueden entender; sus hijos e hijas ya no están bajo su mando; el camino de ustedes envejece, así que por favor salgan del nuevo si no pueden darnos la mano, porque los tiempos están cambiando”, cantó Bob Dylan en su icónica rola The times they are a-changin’ (1963).

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Difícil cotidianidad aquella, inimaginable —ni como acontecimiento histórico— para la actual ideología posmillenian. Merecería un análisis profundo que a nadie de hoy parece seducir. A propósito de ello, recordé que guardo en un cajón de viejos textos garrapateados en hojas de reúso el siguiente manuscrito, pergeñado a vuelapluma por el quimérico jovenzuelo de 18 otoños que era yo:

Ser joven es sentir injusticias ajenas como nuestras, y rebelarse, y mover el mundo por poner el botón en el ojal preciso. Ser joven es ansiar encontrarse, y en descubriéndose, comunicarlo a los vecinos, como un niño junto a un juguete nuevo. Ser joven es caer, y en cayéndose, todavía levantar una flor para solazar la tarde. Ser joven es dar, ¡qué sé yo!, un beso, una sonrisa, nuestro pensamiento, o en veces nuestra juventud misma. Ser joven es amar. Y quien no ama no tiene fe en el hombre. Y quien no tiene fe en el hombre no merece vivir. Quien no es joven no merece vivir.

Muy lejos está el párrafo anterior de ser un dechado de arte literario. Si (o para usar la fórmula bicondicional que aprendí de Daniel Márquez Muro, mi profesor preparatoriano de Lógica: “Si, y sólo si”) algún valor tiene, es nada más por la fecha en que lo redacté: 5 de octubre de 1968. A mi sacudida anímica por el tlatelolcazo ocurrido tres días antes le urgía desahogarse.

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos