Leer es un placer…

Vozquetinta

…genial, sensual. Sin hacer tangos, añado un tercer adjetivo a esta paráfrasis tanguera: leer es, también, un placer vital. Además del genio y la sensualidad, me va la vida misma cada que poso la mirada en un libro, esa vida que expropio a la muerte analfabeta para recuperar mi placentera soberanía sobre la lectura. La geniuda, voluptuosa, hedonista manzana del pecado de leer nomás porque se me da la gana, ni más ni menos que por simple gozo existencial. ¡Ay de mí, irredento y excomulgado consumista de placeres impresos! 

Hace pocos días, en un discurso público (por tanto, oficial) ante futuros profesores de educación básica, un funcionario cuatroteísta argumentó que “el acto de lectura es un compromiso […] que fomenta las relaciones sociales, en donde no se trata de un acto individualista de goce, sino un análisis profundo sobre las semejanzas y diferencias con los demás”, todo con el objetivo de formar “sujetos críticos que busquen la emancipación de sus pueblos”. A ello siguió una polémica desatada en medios tuiteros y periodísticos, entre dimes, diretes, aclaraciones y denuestos a terceros, hasta culminar en el despido —quizá no fortuito, pero sin duda nada trasparente— de un diplomático cultural que se había atrevido a opinar sobre tales declaraciones en su columna semanal de un diario. 

¿“Compromiso”? Quizá idealmente: leer compromete, sea que lo haga uno por fuerza, por necesidad o porque le nace. ¿“Análisis profundo” de lo que me asemeja y distingue de otros? En el más esperanzador de los casos, sí. ¿Formarme como “sujeto crítico”? Házmela buena, amiga lectura. ¿Buscar de este modo “la emancipación de mi pueblo”? La vida es sueño, diría Calderón de la Barca. Ah, pero no se trata, no debe tratarse nunca, según esto, de un “acto individualista de goce”, porque entonces se estaría muy lejos de lo ético. Hacerlo así suena a blasfemia, a consumismo, a ideología pequeño burguesa, a pasado neoliberal, a choro aspiracionista. Leo porque soy fifí; luego, existo. 

(No hablo de oídas. Tuve la honrosa responsabilidad de haber sido, de 1981 a 1985, subdirector de Textos y Auxiliares Didácticos en la Dirección General de Contenidos y Métodos Educativos; es decir, la instancia de la SEP encargada de la redacción, ilustración y diseño de los libros de texto gratuito. Me consta, por experiencias conmovedoras, que no pocos infantes de todo el país tenían a esos libros como sus más entrañables, para no decir sus únicos, tesoros personales y familiares. Y no fueron uno ni dos quienes me dieron a entender que los leían, o al menos de vez en cuando los hojeaban, por el sencillo pretexto de darse un placer. Sí, el más puro, llano e inocente de los placeres). 

El filólogo catalán Joan Corominas aseguró en uno de sus diccionarios que hasta la Edad Media el término placer, antes de volverse sustantivo, era verbo y significaba ‘gustar, agradar’. Parientes etimológicos suyos fueron los vocablos complacer (com-placer, ‘gustar juntos, dar placer a varios a la vez’), apacible (aplac-ible, ‘que place, que gusta’) y plácido (plac-ido, ‘placentero, gustoso’)… Me place decir ahora, sin afán de complacer a nadie, de manera apacible y con la conciencia plácida: yo leo también por mero placer. O si ustedes prefieren: por el morboso capricho de un egoísta placer. 

Así pinto mi raya de aquellos coqueteos ideologizantes que me tientan a serle infiel al genial, sensual, vital placer de leerme como ser humano. 

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Enrique Rivas Paniagua

Contlapache de la palabra, la música y la historia, a quienes rinde culto en libros y programas radiofónicos
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